martes, 14 de noviembre de 2017

Carta a mí misma

Hoy quería empezar contándote una historia, mi historia. Es importante que la leas y no pierdas detalle, porque no entenderías nada sobre mí, sobre mi línea de vida.
Es verdad, crecí feliz, tenía una hermana mayor y cinco hermanos y hermanas más, mis primos. Recuerdo el campo, recuerdo los domingos en casa de mi abuela,  recuerdo el olor a incienso en misa, recuerdo correr por la Flor de la Canela, recuerdo los cumpleaños, cada verano, cada navidad y fin de año. No podría encontrar una sola palabra que pudiera resumir todos esos momentos. No pudo ser mejor infancia.
Pero entonces llegaron los 12.
Tenía 12 años cuando empecé a darme cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo y de lo mucho que me gustaban las cosas como eran antes. Seguramente comenzó mucho antes, pero para mí llego de repente. Todo fueron gritos y llantos, noches sin dormir, pesadillas al despertar.
Desde que tenía uso de razón, la religión católica me acompañó a cada paso, a cada tropiezo, a cada salto al vacío. Él era el único refugio que yo conocía y entonces cayó.
Todo caía. Todo dejo de tener sentido.
Él me decía que era mi culpa y cómo no iba a serlo.
Entonces, Leticia se fue y deje de ser niña demasiado pronto.
Me inventaba todo tipo de historias, incluso de miedo, todas eran mucho mejor que la realidad que tenía delante.
Mi cuerpo tomo el control de todo lo que mi cabeza no podía y salté por los aires. No podría explicar mucho más, porque todavía no sabría decir cómo fue del todo. Fue dolor, desesperación, llanto, culpa.
No sabía cómo, de pronto, tenía o tengo una nueva hermana, mi padre había hecho cosas horribles, innombrables, aunque sinceramente eso fue lo que menos me importó, mi madre ya no era mi madre, mi hermana tuvo que serlo por ella y yo, yo tenía 12 años.
A mis casi 15, mi hermana, mi madre, se fue de casa. Y una parte de mí, se fue con ella dos calles más adelante.
Después llegó él, vino a salvarme. Él y su familia, tan jodidamente parecida a la que yo había perdido. Deje de lado todo lo que tenía, necesitaba salvaguardar, rescatar, proteger esta segunda oportunidad. Por supuesto, me di de frente. Pero aún me siento agradecida, aunque con muchos menos kilos a la espalda.
Gracias tata, mama, por recoger mis cenizas y no rendirte.
Ya había sido una zorra, una mala amiga, una marginada, una maltratada y una adolescente agresiva y rebelde. Sinceramente, no tenía nada más que perder. Pensé tantas veces en desaparecer que casi se volvió norma. Yo no quería saber vivir.
Yo independiente, yo juez y verdugo y él, un pequeño peter pan, vino a regalarme esperanza. Y la esperanza se convirtió en un vacío aterrador e intenso. Lo recuerdo como el año más largo de mi vida, no lo digo en sentido negativo.
No sé que hubiera sido de mí sin ellas, ellas fueron mis pies y mis manos, mis ganas de despertarme cada día, le doy gracias a la vida por tenerlas. A ellas y a la que sigo considerando mi madre.
Pero incluso con ellas, la única forma de mantenerme en pie era hacerme de hierro, fría. He hice todo lo que yo no quería y quería. Y tuve todo lo que quería y no quería. Hice mucho daño, a veces, la verdad, sigo haciéndolo.
Tenía que volar sola, tenía que desmontar todo ese miedo que me impedía disfrutar de tantas cosas, tenía que hacer muchos "tenía" y no veía por dónde empezar. Pero al final, una acaba empezando por el mismo sitio, por el principio.
Y lo hice, salí de allí, decidida a comerme el mundo sin pestañear. Y cuando menos lo esperaba, cuando menos lo buscaba, cuando aquel intento comenzó a tomar forma, tú.
Tú, ojos azules, pelo rizado, corta estatura y pensamiento libre. Así me hiciste sentir por primera vez, libre. Así consigues apaciguar mis fantasmas, con libertad. Aprendí y aprendo, desde que te conocí.
En este largo camino, en el que la vida perdió tantas veces su sentido, tu has conseguido que cada meta se me quede pequeña, avanzando a paso de gigante.
A tu mano, todo el tiempo que podamos.