martes, 10 de abril de 2012

La enfermedad de cupido

Natasha K., una mujer inteligente de noventa años, acu­dió recientemente a nuestra clínica. Explicó que poco des­pués de cumplir los ochenta y ocho advirtió «un cambio». ¿Qué clase de cambio?, le preguntamos.
–¡Delicioso! –exclamó–. Era muy agradable. Me sen­tía con mucha más energía, más viva... me sentía joven otra vez. Empezaron a interesarme los hombres jóvenes. Empecé a sentirme, digamos, «retozona»... sí, retozona.

–¿Y eso era un problema?

–No, al principio no. Me sentía bien, extremadamente bien... ¿por qué iba a pensar yo que pudiese haber pro­blemas?

–¿Y después?

–Mis amistades empezaron a preocuparse. A1 principio decían: «Estás radiante... ¡Parece que has rejuvenecido!», pero luego empezaron a pensar que aquello no era del todo... razonable. «Tú eras siempre tan tímida», «y ahora eres una frívola: Andas siempre riéndote, cuentas chistes... ¿tú crees que está bien eso a tu edad?».

–¿Y cómo se sentía usted?

–Yo estaba desconcertada. Me había dejado llevar, y no se me había ocurrido poner en entredicho lo que estaba pasando. Pero entonces lo hice. Me dije: «Natasha, tienes ochenta y nueve, esto ya dura un año. Siempre fuiste tan moderada en tus sentimientos... ¡y ahora esta extravagan­cia! Eres una mujer vieja, casi al final de la vida. ¿Qué po­dría justificar una euforia repentina como ésta?». Y en cuanto pensé en euforia, las cosas adquirieron un nuevo aspecto... «Estás enferma, querida», me dije. «¡Te sientes demasiado bien, tienes que estar mala!»

–¿Mala? ¿Emotivamente? ¿Mala mentalmente?

–No, emotivamente no... mala físicamente. Era algo de mi cuerpo, de mi cerebro, lo que me ponía tan eufórica. Y entonces pensé... ¡maldita sea, esto es la enfermedad de Cupido!

–¿La enfermedad de Cupido? –repetí, sin compren­der. Era la primera vez que oía aquello.

–Sí, la enfermedad de Cupido... la sífilis, ¿comprende? Es que yo estuve en un burdel en Salónica, hace casi seten­ta años. Cogí la sífilis... muchas de las chicas la tenían... le llamábamos la enfermedad de Cupido. Mi marido me sal­vó, me sacó de allí, hizo que me la trataran. Eso fue mu­chos años antes de la penicilina, claro. ¿No es posible que haya seguido conmigo durante todos estos años?

Puede haber un inmenso período de latencia entre la in­fección primaria y la aparición de neurosífilis, sobre todo si la infección primaria ha sido contenida, no erradicada. Pero yo no me había encontrado nunca con un intervalo de setenta años... ni con un autodiagnóstico de sífilis cere­bral expuesto con aquella tranquilidad y claridad.

–Es una sugerencia sorprendente –contesté después de pensármelo un poco–. Nunca se me habría ocurrido... pero quizás tenga usted razón.

Tenía razón; el fluido espinal dio positivo, tenía neuro­sífilis, eran realmente las espiroquetas las que estimula­ban su córtex cerebral antiguo. Se planteó entonces la cuestión del tratamiento. Pero surgía aquí otro dilema, que planteó, con su agudeza característica, la propia señora K.

–No sé si quiero curarlo –dijo– Ya sé que es una en­fermedad, pero me ha hecho sentirme bien. He disfrutado de ella, aún sigo disfrutando, no voy a negarlo. Hacía vein­te años que no me sentía tan viva, tan animada. Ha sido di­vertido. Pero sé muy bien cuando una cosa buena va dema­siado lejos, y deja de ser buena. He tenido ideas, he tenido impulsos, no le contaré, que son... bueno, embarazosos y estúpidos. Era como estar un poco ida, un poco achispada, al principio, pero si la cosa va más lejos...

Remedó a un demente espasmódico y babeante. Luego continuó:

–Pensé que lo que tenía era la enfermedad de Cupido, por eso acudí a ustedes. No quiero que la cosa se ponga peor, eso sería horroroso; pero no quiero que me cure... eso sería igual de malo. Hasta que me asaltó esto yo no me sentía plenamente viva. ¿Cree usted que podría mantenerla exactamente como está?

Lo pensamos un rato y nuestra vía de actuación, afortu­nadamente, estaba clara. Le hemos administrado penicili­na, que ha matado las espiroquetas, pero que nada puede hacer para eliminar los cambios cerebrales, las desinhibi­ciones, que las espiroquetas han causado.

Y ahora la señora K. tiene ambas cosas, disfruta de una desinhibición suave, una liberación del pensamiento y el im­pulso, sin nada que amenace su control de sí misma y sin el peligro de una mayor lesión del córtex. Alberga la esperan­za de vivir, reanimada así, rejuvenecida, hasta los cien.

–Es curioso –me dice–. Ha conseguido usted jugárse­la a Cupido.

Sacks, 1987, pp. 138-140, énfasis originales.

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